ÍNDICE POLÍTICO
Por FRANCISCO RODRÍGUEZ
En prácticamente todos sus discursos de su muy larga campaña –tres años– y como candidata ganadora de los comicios, la ahora Presidente electa ha omitido el tema de la militarización extrema del territorio, de los puestos administrativos que corresponden a civiles y hasta de la (nociva) influencia que sus gerifaltes han ejercido sobre Andrés Manuel López Obrador, quien hasta hace poco más de seis años se comprometía a retirarlos de las tareas de seguridad pública y regresarlos a sus cuarteles.
Como todo aquello a lo que se comprometió para conseguir el voto mayoritario, AMLO no lo cumplió. Por el contrario, otorgó a generales y almirantes –no a sus tropas– una preponderancia territorial, política y económica jamás antes vista.
En ese sentido, Claudia Sheinbaum mejor ha soslayado el tema.
Aunque en algún momento se verá obligada a abordarlo.
Regresar a los integrantes de las Fuerzas Armadas a las tareas que la Constitución –antes de AMLO– les encargaba es un sueño muy difícil de lograr.
Si no, recuérdese que una de las “drogas dulces, de los mitos seductores” que manejó la operación política del alemanismo (1946-1952) fue la desaparición de los militares como el cuarto sector del partido en el poder, aquel de la Revolución mexicana.
Expulsados de su partido, los militares formaron una asociación cívica llamada “Leandro Valle” (en recuerdo del juarista asesinado por los conservadores del Tigre de Tacubaya, en La Marquesa, a los 28 años) para, desde su domicilio social allá por la colonia Peralvillo, cerca de la arena Coliseo, reconquistar el poder.
Sin embargo, apenas feneció el sexenio alemanista, los militares desplazados del poder encontraron a un caudillo a la medida para buscar la Presidencia de la República: el general Miguel Henríquez Guzmán. Todos juraban que era la carta bajo la manga de Lázaro Cárdenas. El Tata Lázaro le debía mucho a Henríquez en las largas luchas de la talacha para convencer a Plutarco Elías Calles que el de Jiquilpan era un hombre recio y leal como para merecer todas sus confianzas y conquistar la mano de Doña Leonor.
Además, el divisionario mexicano le había encargado, en 1938, al general Henríquez Guzmán, ya para entonces habitando su casona en San Miguel, Chapultepec, desaparecer todo vestigio de la rebelión cedillista en la huasteca potosina, un horrendo amasijo de nazis, sinarquistas y reaccionarios.
Ruiz Cortines: abierto antialemanismo
Fue la Federación de Partidos del Pueblo la que lanzó a la aventura al general Miguel Henríquez Guzmán, dueño del balneario de San José Purúa, quien tuvo que aventarse contra los deseos del de Jiquilpan, quien no tuvo los arrestos para darle el empujón final, temiendo la ira de Miguel Alemán, El Dientón de Sayula.
Y es que el también michoacano Francisco J. Múgica, había logrado que el veracruzcano Cándido Aguilar declinara, con el consejo de Vicente Lombardo Toledano, la candidatura de su Partido, el Constitucionalista Mexicano, en favor de la de Henríquez Guzmán, amigo de Dámaso Cárdenas del Río. Muchos jefes militares celebraron su victoria y, al no aceptarla de facto, se sintieron traicionados, jurando que regresarían —we shall back!–, como Mac Arthur.
Ahora, valdría señalar, ya no quieren regresar a sus cuarteles.
Pero, sigamos:
A Henríquez Guzmán lo “pararon” frente al candidato oficial Adolfo Ruiz Cortines, el famoso Muelas de Coyote –viejo pagador del ejército gabacho de ocupación en el Puerto de Veracruz, durante la invasión de 1914, cuando tenía 26 años.
Miguel Alemán había escogido al viejo burócrata debido al rechazo que generó la pretendida imposición del Jefe del Departamento del Distrito Federal, Fernando Casas Alemán, recordaba con memoria febril don José Muñoz Cota, orador de la Revolución.
El “dedazo” final fue en favor del viejo –contaba con 62 años al momento del “destape”, en un país demográficamente joven– quien apenas se cruzó la banda hizo un juramento memorable de alcurnia moralina, de austeridad presupuestal y de abierto antialemanismo militante.
Fustigó –palabra melancólica– a los coyotes empresariales del círculo íntimo alemanista y dio un serio revés al voraz grupo universitario que había llegado al poder en 1946 y se había apoderado de todo, a través de Justo Fernández, Jorge Pasquel, Melchor Perrusquía, Carlos Trouyet y Bruno Pagliai, sus capitanes de empresa, entre muchos otros.
Con el paso del tiempo, Ruiz Cortines demostró que el cambio en el estilo de gobierno sexenal era una de las grandes claves del sistema para afianzar la estabilidad de sus instituciones.
Recordó, a propios y extraños que el poder monolítico sólo se debería, a partir de ahí, a que los miembros del aparato reconocieran, con una disciplina absoluta, la infalibilidad política del nuevo Tlatoani.
Había triunfado, según sus más furibundos biógrafos, por una diferencia de dos millones de votos –sin contar las tremendas golpizas y represiones armadas que recibieron durante toda la campaña los “alzados” henriquistas–, pero había sido atento para recoger los planteamientos que había escuchado sobre corrupción e impunidad.
Jóvenes que lucharon por conseguir la autonomía universitaria, finalmente firmada por el secretario de Educación –el campechano José Manuel Puig Casauranc–, como José Muñoz Cota, Wenceslao Labra y César Martino, fueron oradores en la campaña henriquista.
O se negociaba o se reprimía, no se toleraba
No se hicieron esperar las caudalosas fugas de divisas al exterior, promovidas por el grupo alemanista que, junto con las que sacaron las empresas extranjeras, convirtieron el sueño mexicano de transparencia y honradez en lunas de papel. ¿Dónde habré oído esto?
Y aunque don Adolfo convocaba cada vez que la gente se dejaba, al “trabajo fecundo y creador” no tardó en presentarse el famoso Sábado de Gloria de 1954 en el que el régimen se devaluó.
Aprovechando que todos los bancos estaban cerrados, por los festejos de Semana Santa, don Adolfo decretó una devaluación del 30% de valor de la moneda, que provocó una ola de desestabilización laboral en el país.
Sesenta mil pliegos petitorios sindicales y otras tantas amenazas de huelga que sólo fueron conjurados por el hábil conciliador que despachaba desde la Secretaría del Trabajo y del que muchos juraban, sin razón, que era guatemalteco.
La verdad, Adolfo López Mateos no era hijo de padre mexicano por nacimiento, pues su progenitor, el vizcaíno Gonzalo de Murga y Suinaga, amigo de Unamuno y de Amado Nervo, vivía en Guatemala. Mariano Gerardo López les dio su apellido paterno a él y a su hermana Esperanza.
Sin embargo, el apoyo de las organizaciones sindicales, erigidas alrededor del Bloque de Unidad Obrera (BUO) –antecedente del Congreso del Trabajo– logró reducir la amenaza en unos pocos meses a unas cincuenta huelga estalladas.
Lo anterior permitió a Ruiz Cortines gobernar el resto de su sexenio con un amplio margen de maniobra. El sector tradicional agropecuario subsidió el crecimiento anárquico urbano- industrial.
Se canalizó el excedente económico hacia la compra de bienes de capital protegidos por un tipo de cambio abaratado, un férreo control de precios y una línea política que no dejaba dudas: o se negociaba o se reprimía, pero no se toleraba. El Ejército se desfogaba votando por candidatos de la oposición.
La clase política pagó los platos rotos de esa economía–ficción: Muelas de Coyote destituyó a una docena de gobernadores (icónicas, las vejaciones a la familia Bartlett en Tabasco) y acusó del delito de disolución social a los líderes sociales más destacados.
Othón Salazar (SNTE), Demetrio Vallejo y Valentín Campa (STFRM) y Jacinto López (UGOCEM), al Palacio Negro de Lecumberri, hasta que hicieran méritos por su libertad. La mesa estaba puesta para un negociador como López Mateos. Atrás del desarrollo estabilizador, la fuerza del ejército.
La última revuelta militar se dio en 1961
La rebelión dentro del Ejército no se calmó. En 1961, los reductos henriquistas, Celestino Gasca, Marcelino García Barragán, Rubén Jaramillo y Vicente Estrada Cajigal (abuelo del panista Sergio, chico de la Ibero’, quien junto con Mariagna Prats –luego sería de Marcelo Ebrard– hizo famoso el “helicóptero del amor”) llamaron a una revuelta a estallar el 15 de septiembre de aquel año.
La así llamada Rebelión de los Machetes fue declarada disuelta en el Times de Nueva York, con un saldo de 200 muertos y otros tantos heridos. De ahí para acá las revueltas fueron guerrilleras, encabezadas por civiles armados, no surgidas dentro del Ejército institucional.
Eso sin soslayar que ciertos miembros de las Fuerzas Armadas desertaron para ingresar o incluso formar cárteles de la droga. Los GAFES que derivaron en Los Zetas son solo uno de muchos ejemplos.
Muchos analistas del extranjero se retuercen en explicaciones sobre la pacificación del Ejército. Si vivieran en México se habrían dado cuenta que la fórmula ha sido sencilla: en política no hay nada más barato que lo que se puede conseguir con dinero.
Y, como dice La Bamba, “otra cosita”. Los gabachos ponen el grito en el cielo quejándose de las cantidades de cocaína, anfetaminas, heroína mexicana y fentanilo que los inundan. Pero nada dicen de la participación de la DEA en la distribución a los voraces consumidores de allá, aunque haya premios Pulitzer que lo han comprobado hasta la saciedad en heroicos reportajes.
En este juego de Juan Pirulero (donde “cada uno atiende su juego”) todos los estados de fuerza, las capacidades de fuego y los arsenales instalados de cada corporación se dedican a lo suyo. ¿Para qué tanto brinco, estando el suelo tan parejo? Ya sabemos que “tranquilidad” viene de “tranca”.
Cuando las pasiones se desatan, cada uno ejecuta su misión como Dios le da a entender. Llámese Tlatlaya, Iguala, Cocula, Chilapa o Tanhuato.
México no se hizo en un día. Los pragmáticos dicen que tener elementos de la Defensa Nacional y de la Marina Armada por doquier es el precio de la gobernabilidad.
¿Cuál gobernabilidad?
Indicios
Con la mayoría calificada de Morena y satélites en la Cámara de Diputados, se coronará la militarización de la seguridad pública. De aprobarse, sin quitarle ni una coma, la iniciativa de AMLO sobre la Guardia Nacional, se militariza total y permanentemente la seguridad pública a nivel federal; a pesar de que los militares no saben ni deben hacer prevención, investigación y persecución del delito. Si se aprueba, aumentará aún más el poder político y económico de la Sedena. Su estado de fuerza aumentaría en 40% y su presupuesto ascendería a más de 400 mil millones de pesos en 2025. También el poder de la próxima Presidente se ampliará para disponer de las FFAA en seguridad sin plazos ni justificaciones, como le venga en gana. * * * Registro con agrado que usted haya leído hasta estas líneas y, como siempre, le deseo ¡buenas gracias y muchos, muchos días!
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