El mexicano es candil de la calle, oscuridad de su casa. Siempre ha sido así desde que la Malinche fijo sus ojos sobre la humanidad de Hernán Cortés.
Se preocupa y ocupa de asuntos ajenos. Cuestiona, en este caso, a los votantes que llevaron al triunfo a un personaje considerado nefasto, objeto del odio de los mexicanos ofendidos por ese multimillonario inculto, como una acémila que cargada de oro sale de la mina. (Claro. Hablo de cuando las minas eran explotadas a mano). O sea, ve la paja en el ojo ajeno y no se fija en la viga que trae cargando.
Somos buenos para cuestionar a los otros. Pero no nos cuestionamos a nosotros mismos ni como individuos ni menos como sociedad. Nosotros también votamos por personajes, guardadas las proporciones, que de ninguna manera garantizan ni la honestidad, ni la trasparencia, ni la justicia social. Defensores de la plutocracia. Negociantes del influyentismo. Atracadores del Erario que joden y joden a los trabajadores sin ningún miramiento. Lo peor de todo es que los mexicanos se dan cuenta. Y lo “más pior” es que nunca se juntan, se organizan, porque tienen miedo a perder algo y muchas veces a perder algo que no tienen. Y viven soñando con poseerlo. Y si llegan a tenerlo, quedan encadenados durante muchos años al prestamista.
Que la mayoría de ciudadanos estadounidenses votó por Donald Trump, enemigo de los mexicanos, aunque amigo personal de Peña Nieto y de Luis Videgaray, otros dos enemigos de los mexicanos. El presidente mexicano es nice para el ahora sucesor del presidente Barack Obama. No saben cuál es la idiosincrasia de los estadounidenses, ni la de los mexicanos que ya son gringuitos. La ventaja de ellos es que votan por convicción. No porque les hayan dado una tarjeta de Monex o de Gigante. Pero casi nunca la mayoría tiene la razón. Por eso no les creo a quienes le hacen propaganda a la democracia. Porque la democracia es, como dijera uno de los grandes maestros de Peña Nieto, un mito genial, genial porque gracias a ella la clase política puede manipular al pueblo ignorante y hambriento.
Los mexicanos de México, en general, votamos (juro que yo no voy a votar. Y no me avergüenzo. Les acabo de decir que no creo en la democracia. Me presento en la casilla para que quede asentado que cumplí con la ley) por el peor. Ni siquiera por el menos malo. Así de claro. Por el que va a joder a México con leyes injustas, con impuestos pesados, con alza de precios, con corrupción al estilo Santiago Tianguistengo y Atlacomulco y no es asunto personal. Y satanizamos, criminalizamos, al mejor. Como los judíos del Nuevo Testamento, que exigieron al gobernador Poncio Pilatos que liberara al ladrón y condenara a muerte al justo. Cuánta miseria espiritual hay en el corazón de los mexicanos.
El 6 de noviembre, dos jornadas antes de que se diera el triunfo del republicano, Donald J. Trump, escribí en este espacio de opinión que daba igual que ganara Hillary Clinton o que ganara Trump. Que no hay grandes diferencias entre la política de gobierno y el estilo de gobernar de demócratas y republicanos. Dejaba abierta la puerta. Podía ganar, de calle, el multimillonario, acémila cargada de oro. Los ciudadanos perdían también con Clinton.
Pero hay otro factor que nadie tomó en cuenta. Bueno. Será que yo soy un sobreviviente de una era que está ya a punto de extinguirse, como se fue el Último Mohicano. Nadie tomó en cuenta que el sistema partidócrata estadounidense es balanceado, da para ambos. O sea: Hasta ocho años, dos periodos, le toca gobernar al partido demócrata, y los siguientes ocho años, al republicano. Así son las reglas no escritas en el sistema político. El hecho de que ambos partidos presenten candidatos cada vez que hay elecciones ha sido hasta ahora un mero formulismo. Esta vez le tocaba gobernar a los del GOP.
Nadie, y menos los dueños del dinero, los manipuladores de los mercados financieros, cambiarios, bursátiles, tiene por qué llamarse a escándalo. El triunfo del republicano estaba ya en los acuerdos interpartidarios. Por lo demás, sigue siendo válida mi advertencia a los mexicanos: No importa quién esté en la presidencia de EU; de todos modos a los mexicanos les va mal porque no saben elegir a su presidente, ni a su gobernador, ni a su presidente municipal, y menos a su diputado porque ni siquiera lo conocen y ni siquiera saben que, en tres años, se agandallará una fortuna que le permitirá vivir sin trabajar.
Generalmente, por otra parte, los gobernantes mexicanos tienen que pagar tributo a Washington y ahora me estoy acordando de un chiste que corría allá por los años 70: Cuando se declaraba “triunfador” en las elecciones mexicanas, triunfador porque no tenía contrincante, iba a la Casa Blanca donde se daba el siguiente diálogo.
Presidente de EU: Mr. Presidente. Your papers…
Presidente de México: Mr. Presidente. My check…
Seguiremos haciendo lo que ordene la Casa Blanca, la de Washington, por supuesto. La economía continuará dependiendo de los vaivenes de la economía gringa y de los mercados de Wall Street. Y seguiremos recibiendo indocumentados expulsados de la Unión. Obama, en el colmo de la hipocresía, ordenó expulsiones masivas de latinos. Lo mismo continuará haciendo Donald Trump, porque no quieren que se les cuele nadie realmente amenazador. Y más ante el grave riesgo de que se cuelen los soldados del Estado Islámico. El Estado Islámico (el ISIS, por sus siglas en inglés) impulsado y promovido y auspiciado, contradictoriamente, por Washington, es un búmerang para el gobierno estadounidense, un gravísimo peligro (una víbora alimentada por los mismos gringos) para el gobierno y las clases de la sociedad estadounidense. Pertrecharse frente al hijo deberá ser una de las prioridades del mandato del multimillonario.
Muy compleja esta telaraña de interpretaciones de la política nacional y mundial estadounidenses, y frente a México, que es lo que más debe de ocuparnos. Y, caramba, educarnos a no vender el voto al mejor postor. Esto es muy difícil en una sociedad hambrienta; hambrienta de todo, principalmente de alimentos.
Fíjese lo que le voy a decir. En última instancia, si se llegase a construir el muro en la frontera, no sería para los mexicanos sino para los llamados extremistas islámicos (insisto: alimentados por Washington) que estarían tramando una invasión a los grandes conglomerados urbanos estadounidenses. O sea, el inicio de una tercera guerra y el fin del último de los imperios, el imperio capitalista, que entró ya en decadencia y padece una agonía prolongada.