El Congreso mexicano perdió su identidad de centro de la evolución del derecho positivo y constitucional, y se convirtió en la oficialía de partes de las
reformas y leyes a modo del gobierno.
Toda iniciativa de reformas, de adiciones, o de nuevas leyes, que llega a las cámaras, llega sólo para pasar el trámite burocrático de la “aprobación” de la mayoría legislativa.
Muchísimos diputados y senadores, a la hora de las votaciones, corren desesperados a votar sin saber por qué y qué votarán. Aunque parezca increíble.
Es duro decirlo porque nadie se atreve a aceptarlo y menos a divulgarlo, pero así sucedió con las reformas llamadas estructurales. Llegaron hechas y los “debates” tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados sólo fueron el ropaje oral de minutas y dictámenes hechos y contrahechos en cualquier oficina del poder, menos en las comisiones legislativas.
Lo más reciente: el sistema nacional anticorrupción y la ley de ahorro y crédito popular. Curiosamente las dos reformas tienen que ver con la corrupción, o los conflictos de interés, de los que quedó muy formal de investigar y sancionar el compadre Virgilio Andrade desde la Función Pública. (Habría que darle unas clasesitas de técnicas de investigación, fuentes etc., porque si fuera periodista ya lo habrían despedido por no hacer la tarea.
Dice mi colega que la ley que crea el sistema anticorrupción es buena, que es perfectible. No es ese el problema. El asunto es que todo lo que se “aprueba” en el poder legislativo llega ya aprobado desde el poder ejecutivo. Y así la razón de ser del Constituyente es sólo la de oficialía de partes.
Las cámaras pareciera que ya no son el “poder” legislativo. Y eso es lo que preocupa a mucha gente. El gobierno mexicano está formado por tres llamados poderes: el legislativo, el ejecutivo y el judicial.
La ley de ahorro se supone que busca defender a los ciudadanos de los facinerosos que se inventan, con aprobación gubernamental, una institución de ahorro y crédito, o préstamo, para hacerse del poder económico agandallándose el ahorro, grande o pequeño, de mucha gente, como ocurrió con esa perversa sociedad financiera popular llamada Ficrea, que dejó en la calle y en calzones a un montón de personas que le confió sus ahorros.
Se supone que la nueva ley protegerá y garantizará que megalatrocinios como el de Ficrea no se repitan.
No se juzga, pues, la bondad o la perfectibilidad de los productos que emanan del Congreso, convertidos en leyes.
El sistema nacional anticorrupción, aprobado en la madrugada del miércoles en el Senado, puede ser una maravilla para acabar con las maledicencias de periodistas incómodos, para quienes todos, desde el presidente hasta el policía de la esquina, son corruptos. La ley de ahorro también puede funcionar para acabar con la corrupción en las instituciones financieras.
El hecho que preocupa es que los legisladores sólo responden a las indicaciones de su pastor y tienen que votar en el sentido que conviene a su pastor. No importa nada que no sepan por qué votan. Lo importante es hacer mayoría.
Y los que saltan y berrean, los eternos inconformes, también reciben la línea sólo para dejar registro en el diario de los debates.
La libertad no existe más que a la hora en que los legisladores van al cajero automático a comprobar si Finanzas les depositó la dieta y todos los
emolumentos que requiere su trabajo de gestores.